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domingo, 15 de enero de 2017

AÑORANZAS

Cuando era pequeña y mis vacaciones consistían en pasar unos día en la casa de mi abuela, una mujer de talla pequeña que combinaba misteriosamente su carácter enérgico y bastante autoritario con una indiscutible dulzura que la hacía mágica, solía pasar varias horas sentada a sus pies escuchando los cuentos que habituaba a contarme una y otra vez sin producir en mí el mínimo rasgo de cansancio. Historias de hadas y de brujas, relatos de la vida de personas que se ubicaban en un lugar muy lejano de mi árbol genealógico.
Con esas historias se hacían reales y posibles las románticas historias de Shakespeare donde el amor admitía los más grandes sacrificios, donde no había barreras, donde uno podía, con una escalera, tocar la mano de Dios.
Añoro esos tiempos donde salíamos con Mónica, mi prima, en busca de los jardines donde vivían las más preciadas rosas que cortábamos con la picardía y la inocencia de nuestra tierna edad para entregarlas a esta anciana con ojos de abuela que a veces finjía cierto enojo por quitarle la vida a esos manojos coloridos de perfume en su máximo esplendor.
Nuestro galán era Jorge. A él esperábamos cuando se acercaba el mediodía con deliciosas milanesas preparadas con hojas de una higuera vieja que muchas veces nos servía de casa, "la casa de la higuera", y revestidas con arena y condimentadas con yuyitos picados. Todo en una pequeña mesa vestida de fiesta... y de inocencia.
Mónica se sentía orgullosa, después del almuerzo, de poder sentar a Jorge en el sillón de la salita cuyas paredes estaban vestidas con fotos viejas de un abuelo que nunca conocimos, de un tapiz negro del que amenazaba escaparse un tigre suntuosamente bordado y cuadritos con caras talladas en madera por la manos de mi padre.
A veces, y a escondidas, nos zambullíamos de cabeza en el baúl secreto de Jorge que guardaba millones de cartas de admiradoras, no sé si todas conocidas por él, que nos hacían sentir más enamoradas y más celosas, de este tío que era diferente a los demás.
La Iglesia del pueblo sigue estando igual de majestuosa que en aquellos tiempos donde cada domingo asistíamos a escuchar los sermones de un cura viejo que nos hablaba en otro idioma.
La palaza que, de niñas nos brindaba todos sus juegos; de adolescentes, la mirada pícara de los chicos que nos decían algún piropo provocando en mi rostro un cambio brusco de colores y un sentimiento de inferioridad respecto de las demás chicas que lucían orgullosas sus cuerpos mientras yo trataba de esconderlo pues me daba vergüenza mi cuerpo de nena a pesar de mis 16 años. Ya, un poco más grande, era el sitio donde disfrutaba jugando con mi ahijada Lala, con Ceci, y un tiempito después con Flopi, todas ellas hijas de Jorge.
¡Cómo añoro esos tiempos! Tiempos de magia e inocencia.
¡Cómo agradezco haberlos tenido!

Viviana Ferro

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